miércoles, 10 de marzo de 2010

La importancia de la "literacidad visual" según Martin Scorsese




En este video, Martin Scorsese habla de la importancia de la "literacidad visual" en el mundo actual y de la necesidad de enseñar a ver (y a consumir) productos audiovisuales desde el colegio. El término "literacidad visual" es una traducción de la expresión inglesa visual literacy que está comenzando a popularizarse entre los profesionales de la educación de habla hispana. Personalmente, prefiero el término "alfabetismo (audio)visual". El término "alfabetismo" hace referencia a un conocimiento básico de la lectura y la escritura tradicionales. Lo interesante de la expresión "alfabetismo (audio)visual" es que remite a la necesidad de enseñar a las nuevas generaciones no sólo a "leer" sino también a "escribir" imágenes audiovisuales en movimiento. Esto, por primera vez en los 100 años de historia del audiovisual, es posible hoy en día gracias a la revolución digital, es decir, gracias al abaratamiento y popularización de las nuevas tecnologías digitales de la imagen.

lunes, 8 de marzo de 2010

Desde mi cielo: una película en el limbo


Desde mi cielo (The Lovely Bones), la última película de Peter Jackson, promete mucho al comienzo pero termina atrapada en una suerte de limbo cinematográfico del cual no puede salir a pesar de los interesantes dispositivos narrativos y estilísticos de los que se sirve. El filme narra la historia de Susie Salmon (Saoirse Ronan), una niña de 14 años que muere brutalmente a manos de un asesino en serie y —después de quedar atrapada en un mundo intermedio entre nuestra realidad y el cielo cristiano— relata los últimos días de su vida, su trágica muerte y la dura prueba por la que pasa su familia tratando de superar esta terrible pérdida. Prisionera de este limbo, la protagonista tiene que acostumbrarse a la idea de su propia muerte y al hecho de que su victimario siga libre. La película —basada en la exitosa novela homónima de Alice Sebold (2002)— aborda un tema particularmente sensible en la actualidad: el fenómeno de los depredadores sexuales que merodean por las ciudades buscando niños indefensos para violarlos y matarlos. George Harvey (Stanley Tucci), el asesino de Susie, es un personaje taciturno que vive en la casa situada enfrente de la residencia de los Salmon, en un tranquilo suburbio norteamericano de clase media. La historia se desarrolla a comienzos de los años setenta, “una época en la cual”, como lo afirma Susie, “las caras de los niños desaparecidos no salían en las cajas de leche, ni eran un elemento destacado en los noticieros vespertinos”. La película retrata entonces una época en que la sociedad norteamericana estaba menos alerta ante los delitos sexuales contra menores y la policía era menos ágil que hoy en día cuando se trataba de investigarlos.

Utilizar a un personaje que narra en primera persona su propia historia desde ultratumba no es un recurso nuevo en Hollywood. Éste es el principal dispositivo narrativo de películas tan conocidas como Belleza americana (American Beauty, Sam Mendes, 1999) o Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950). En Desde mi cielo, este recurso permite una entrada ágil y eficaz en el mundo de la ficción. Además, la voz-yo de Susie, al revelar desde el principio que la niña ha sido víctima de un crimen atroz, establece un estructura narrativa, construida sobre un gran flash-back, que involucra al espectador y lo obliga a hacerse preguntas y a lanzar hipótesis: ¿Quién cometió el crimen? ¿Cómo lo hizo? ¿Por qué? Esta fórmula, casi infalible, es característica del buen cine de suspenso. Sin embargo, Susie, como narradora de su propia tragedia, logra mucho más que obligar al espectador a que se acomode en un relato de suspenso. Su voz nos presenta con lujo de detalles los recuerdos que conserva del mundo sencillo y encantador de su infancia y adolescencia: sus juegos, su interés por la fotografía, los pequeños problemas de su familia, su primer amor… Pero también nos hace saber que un vecino la observa y se prepara lenta pero inexorablemente, como un cazador despiadado, para hacerla caer en sus garras. En toda esta primera parte, una puesta en escena precisa y concienzuda, da vida a un mundo suburbano lleno de matices, visto a través del filtro de la memoria de la protagonista.

Desafortunadamente, después de que Susie muere, la narración y la puesta en escena se complican. El relato fílmico tiene que vérselas ahora con un nuevo espacio: el limbo donde queda atrapada la niña, su propio “mundo perfecto” como ella lo llama en un momento dado. La apuesta de Peter Jackson para dar vida a este lugar es radical. Se trata de un espacio onírico donde las imágenes del pasado de Susie se combinan con sus fabulaciones de adolescente de forma desordenada y exuberante. El contraste entre este lugar y la sobriedad naturalista del “mundo de los vivos” es tan marcado que cuando se pasa de un mundo al otro se tiene la impresión de estar viendo películas diferentes. Esto, en principio, no tendría por qué convertirse en un problema. Sin embargo, las imágenes del limbo de Susie son demasiado literales en su relación con el mundo real, como cuando los barcos dentro de botellas que hace su padre se convierten en enormes naves embotelladas sobre un mar oscuro en un paisaje marítimo surrealista que recuerda las peores pinturas de Magritte. Las imágenes del cielo de Susie también hacen pensar en la iconografía de las publicaciones y panfletos de los Testigos de Jehová: paisajes paradisiacos, colores vibrantes, gente de todas las razas disfrutando de mil años de paz tras la segunda venida de Jesucristo. Todo esto llega a ser francamente cursi y rompe la eficacia narrativa de la primera parte.

Desde mi cielo no logra integrar convincentemente el mundo suburbano de la familia Salmon y el cielo privado de Susie, lo cual afecta la narración y hace que la última parte de la película no funcione bien. La investigación informal que emprenden el padre y la hermana de Susie para desenmascarar al asesino se ve interrumpida por las lamentaciones de la niña en el limbo. El espectador, en lugar de identificarse con el sufrimiento de la víctima, siente que cada irrupción del mundo perfecto de la adolescente retrasa la progresión de los eventos narrativos que realmente importan. Esta ruptura en la unidad de la puesta en escena y de la narración afecta también la construcción del personaje principal. Susie, encantadora, graciosa e inocente en la primera parte, se desdibuja completamente en la segunda. Uno esperaría que la chica tuviera un papel más activo en el desenlace, que lograra revelar de alguna forma dónde está escondido su cadáver. Por el contrario, lo único que logra es encarnarse momentáneamente en el cuerpo de otra chica para dar un primer y último beso a su enamorado. El mundo perfecto donde queda atrapada Susie, se convierte en una trampa no sólo para la protagonista sino también para la puesta en escena y para la progresión narrativa de la película. Desde mi cielo no logra generar una unidad narrativa convincente que englobe los espacios heterogéneos del mundo de la ficción y, por consiguiente, termina atascada en un vaivén desordenado entre el mundo de los vivos y el espacio de ultratumba, lo cual opaca sus calidades cinematográficas.

martes, 2 de marzo de 2010

La crítica como resistencia

Cuanto más nos adentramos en el siglo XXI, más claramente se evidencia la preponderancia de la imagen audiovisual en la sociedad. Vivimos en un mundo de pantallas. Las hay de todas las formas y tamaños imaginables: desde la enorme pantalla panorámica del Imax hasta la pequeña pantalla personal de un Blackberry o de un iPhone; pasando por las de los televisores y computadores que acompañan cotidianamente el desarrollo de nuestras vidas. Últimamente, las pantallas han llegado incluso a invadir espacios tan íntimos como los baños de los bares y restaurantes, la parte trasera de los taxis y las góndolas donde se exhiben los productos en los supermercados. Es allí, en esa variada colección de ventanas al mundo, donde las imágenes audiovisuales en movimiento se están convirtiendo en uno de los puntos de referencia principales para la construcción de sentido en el mundo contemporáneo. El ciudadano actual puede ser muchas cosas, pero es ante todo un espectador.

En este contexto particular, la labor del crítico cinematográfico (o mejor, del crítico audiovisual) adquiere renovada importancia. Sin embargo, hay que definir lo que se entiende por “crítico”, así como las especificidades del ejercicio de la crítica audiovisual, pues existen a este respecto bastantes confusiones. Cuando hablo de crítica, lo hago siempre en un sentido amplio. No me refiero únicamente a lo que hacen los comentaristas de periódico o de revista, los periodistas culturales o aquellos cuyo trabajo consiste en reseñar, comentar y “criticar” obras audiovisuales. Hablo más bien de la necesidad que tiene todo espectador de reaccionar ante un texto audiovisual, de comentarlo, de compararlo con otros textos así como con las experiencias vitales propias. Hablo de la urgencia que tenemos todos de interpretar lo que vemos en una película y de darle un sentido no sólo dentro de los límites textuales de la película misma, sino también con respecto al contexto general del cine y del “mundo real”.

Por eso, tenemos que deshacernos de la definición simplista y trillada de “crítico” que esgrimen muchos para desacreditar este oficio: “aquel individuo frustrado que se dedica a hablar mal de obras que él mismo no es capaz de realizar”. La función de un crítico no es hablar mal de una obra, sino más bien examinarla minuciosamente para emitir un juicio serio y sustentado sobre la manera en que se interrelacionan la forma y los diversos niveles de significado presentes en ella. Si hay una diferencia entre el ejercicio informal de la crítica y el quehacer de un crítico “profesional” —además de la utilización sistemática que hace este último de un repertorio importante de herramientas de análisis fílmico — ésta radica en la utilización de la palabra escrita. “Cuando digo crítica,” escribe T.S. Elliot en La función de la crítica (1923), “me refiero naturalmente en este lugar al comentario y exposición de obras de arte por medio de la palabra escrita”. El buen crítico es aquél capaz de crear un texto nuevo, sugerente y esclarecedor, a partir de una obra ya existente. Por eso, no resulta exagerado afirmar que todo buen crítico es un creador, así como todo buen artista debe ser ante todo un buen crítico.

Sin embargo, pese a la importancia de los críticos, es necesario desmitificar su labor. En el mundo actual, esta profesión no puede seguir siendo el privilegio de una casta de conocedores cuyo trabajo consiste en hacer que sus películas y directores favoritos se conviertan en fetiches. Más bien, deben procurar que el público aprenda a ver y a escuchar mejor, para lograr que los espectadores comunes se vuelvan más activos y sofisticados. Todo espectador es un crítico potencial. François Truffaut, en su artículo “¿Con qué sueñan los críticos?” (1975), nos recuerda que en Hollywood se solía decir que, “toda persona tiene dos oficios: el suyo propio y comentar películas”. El oficio de comentarista de películas, que ejercemos todos, es hoy más relevante que nunca. Por eso, es responsabilidad del crítico profesional contribuir para que el espectador común refine su ojos, sus oídos y las herramientas con qué cuenta para interpretar las películas que consume.

En su artículo “Especificidad del cine” (1973), Andrés Caicedo presenta el sugestivo concepto de “espectador-cineasta”. Se trata de un espectador “interesado en el cine en cuanto a estructura”, que “aprende a mirar no solamente el objeto filmado sino lo invisible: la cámara”. Además, el espectador-cineasta “intenta atrapar, en esa forma definitiva y autónoma que es el filme durante la proyección, el momento de puesta en escena, que es también concepto, y el definitivo para el acercamiento crítico a cualquier filme”. Creo que la labor de todo crítico profesional contemporáneo debe tener como horizonte —por utópico que suene— la formación de una generación de verdaderos espectadores-cineastas.

Algunos alumnos me preguntan ansiosos, al comienzo de mis cursos de apreciación cinematográfica, si la adquisición de herramientas de análisis fílmico no va necesariamente en detrimento del goce “inocente” de las películas que ellos suelen ver. También les preocupa que su transformación en espectadores-cineastas acarree una “contaminación irreversible” de su gusto cinematográfico. Estos temores son infundados. El conocimiento de la forma cinematográfica no arruina el goce estético sino que, por el contrario, lo amplifica, pues permite adentrarse en los diversos niveles de significado que dan riqueza, profundidad y relevancia a las películas. La “contaminación irreversible” del gusto sí ocurre, y es fundamental que ocurra. En esa “contaminación” reside una de las labores fundamentales de la crítica: la formación del gusto. Cuanto mejor conoce el espectador una forma artística como el cine, más exigente y refinado se vuelve. Esto redunda en un mejoramiento de las obras, pues todo cineasta es, primero y ante todo, un buen espectador de cine.

Con la práctica sistemática de la crítica, el espectador-cineasta no tarda en descubrir que no existen “películas inocentes”. Todo filme es un artefacto: es concebido, financiado, realizado y distribuido por gente que tiene intereses económicos e ideológicos. A causa de la fuerte impresión de realidad que produce, el audiovisual suele imponerse a las facultades perceptivas y cognitivas del observador de manera contundente. “El cine, de todas las artes, es la que más dificultades pone para adoptar ante ella un mecanismo de distanciamiento”, escribe Andrés Caicedo. Las películas nos atrapan sin dificultad, como los sueños, y gracias a la suspensión de la incredulidad que generan en nosotros, nos hacen viajar muy lejos. En ese proceso, los textos audiovisuales nos imponen, subrepticiamente, valores, sistemas morales y visiones de mundo. Si bien el espectador desinformado y cándido no es tan pasivo como se pensó en alguna época, tampoco tiene herramientas útiles para preguntarse desde dónde hablan y para quién trabajan los que hacen las películas y los programas de televisión que él consume. Sólo un espectador-cineasta posee estrategias de lectura que le permiten no sólo gozar plenamente de los textos audiovisuales desde un punto de vista estético y narrativo, sino también deconstruirlos y comprenderlos como estructuras conceptuales y descubrir las imposturas que muchos de ellos vehiculan. Hoy en día, el crítico tiene el delicado trabajo de promover esta transformación de los ciudadanos comunes y corrientes en espectadores-cineastas.

No podemos seguir permitiendo que los grandes monopolios de las telecomunicaciones, basados solamente en las fluctuaciones del mercado, sigan siendo los únicos autorizados para formar el gusto de los espectadores. Afortunadamente, los nuevos medios, la revolución digital y el internet, han abierto puertas para que los realizadores, los críticos y los espectadores comiencen a dialogar y se transformen mutuamente. Gracias a las nuevas redes de información y a los diálogos que éstas permiten, los ciudadanos pueden ahora formarse un criterio sólido para el consumo serio y responsable de productos audiovisuales. Ésta es, quizás, la única manera de resistir al bombardeo constante de mensajes audiovisuales al que nos someten los medios contemporáneos. En un mundo saturado de imágenes en movimiento, la crítica está llamada a convertirse en el principal espacio de resistencia.


lunes, 22 de febrero de 2010

Una historia no tan sencilla: The Straight Story (David Lynch, 1999)



A pesar de lo que pueda sugerir su título, Una historia sencilla (The Straight Story, David Lynch, 1999) no es una película simple. Detrás de su inocencia se oculta algo muy extraño. La extrañeza que causa esta cinta se debe principalmente a dos cosas: su pertenencia a la obra de David Lynch y su pertenencia al género del road movie. Nadie sospechaba que Lynch, realizador de películas tan retorcidas como Eraserhead, Blue Velvet, Wild at Heart o Lost Highway -conocido además como el cineasta de la transgresión, de la intensidad y del absurdo- fuera a hacer un día una película como Una historia sencilla. El hecho de que haya sido clasificada desde el principio como un road movie también causa problema, pues este género tiene la reputación de ser una tradición cinematográfica transgresora. Sin embargo, la película cuenta una historia bastante convencional: la travesía de Alvin Straight (Richard Farnsworth), un viejo de 73 años que decide emprender un largo viaje -conduciendo su vieja podadora de césped- para ir al encuentro de Lyle (Harry Dean Stanton), su hermano mayor, con quien está peleado desde hace 10 años. En el artículo El viejo, ese marginal: vejez y transgresión en Una historia sencilla de David Lynch, exploro las relaciones entre esta cinta y el género del road movie en lo que tiene que ver con el carácter marginal del héroe, uno de los principales marcadores de género de la película de carretera.

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domingo, 21 de febrero de 2010

PVC-1: viaje cinematográfico a los límites del sinsentido



Desde que se anunció que la película colombiana PVC-1 haría parte de la selección de la “Quincena de realizadores” del Festival de Cannes 2007, la crítica internacional no ha dejado de hacer énfasis en su característica formal más sobresaliente: se trata de un plano secuencia de 85 minutos de duración. El “plano secuencia” es una técnica cinematográfica que consiste en narrar una acción en una sola toma —es decir, sin apagar la cámara en ningún momento— en lugar de hacerlo mediante cortes de edición. Esta técnica hace parte del abanico de recursos que tiene a su disposición un director para controlar el plano cinematográfico y, por consiguiente, el tipo de narración que éste permite. A pesar de ser un procedimiento frecuente en el cine, no es muy común que el plano secuencia se utilice para narrar la totalidad de una película ya que conlleva una gran cantidad de problemas logísticos y, por supuesto, narrativos. Como si se tratara de una obra de teatro, las actuaciones deben desarrollarse sin interrupciones y no hay derecho al error. También se hace imprescindible respetar la regla de las tres unidades aristotélicas: unidad de acción, de tiempo y de lugar. Además, es obligatorio que todos los elementos de la puesta en escena y de la producción estén milimétricamente planeados para que todo, tanto lo que está delante de la cámara como lo que sucede detrás de ella, funcione como una coreografía perfecta. No es de extrañar entonces que la película del joven director greco-colombiano Spiros Stathouloupolus haya llamado la atención, primero que todo, porque representa una gran proeza técnica.
Sin embargo, en el cine, una proeza técnica en sí misma no es garantía de calidad. De hecho, en el buen arte casi nunca hay espacio para los procedimientos gratuitos, pues la forma debe siempre depender del propósito. Así, en PVC-1 lo que importa realmente no es que haya un plano único de 85 minutos de duración, sino la función que cumple dicho plano dentro del sistema formal total de la película, su pertinencia como procedimiento escogido para narrar una historia trágica, conmovedora y terrible. Ahora que la película se estrena en Colombia, es necesario evitar que la crítica y el público se queden en una lectura trivial o meramente anecdótica del plano secuencia de PVC-1. Se puede alabar a Stathouloupolus por su extraordinaria condición física: él mismo operó la cámara durante la hora y media que dura la película, lo cual exigió una rigurosa preparación de más de tres meses. Se puede encomiar al joven realizador y a su equipo por su sorprendente capacidad de organización, por el ahínco con que lograron sacar adelante un proyecto tan difícil. Se puede elogiar al cineasta y al coguionista (Dwight Istanbulian) por su valentía y arrojo, por atreverse a hacer algo que muy pocos intentarían. Pero todo lo anterior es secundario, porque para el cine colombiano importa poco que Stathouloupolus sea un tipo atlético, un empresario visionario o un joven osado. Lo que es trascendental para el cine nacional es el hecho de contar con una película como PVC-1.
Gracias a un ímpetu y a una madurez cinematográfica inusuales en el país, la cinta de Stathouloupolus ha llegado para sacudir los cimientos de un cine colombiano que —a pesar de dar muestras innegables de mejoramiento a todo nivel— sigue siendo un arte y una industria todavía en su infancia. PVC-1 está inspirada en una historia real que estremeció al país y al mundo entero en mayo de 2000. Un grupo de delincuentes irrumpió en una casa campesina y puso un “collar bomba” —un grueso tubo de PVC repleto de explosivos— alrededor del cuello de la dueña de casa. Los antisociales exigían a la familia de la víctima el pago de 15 millones de pesos como condición para desactivar el artefacto explosivo. A pesar de los esfuerzos de varios militares y policías, quienes tuvieron que improvisar bastante pues tenían el tiempo en su contra y carecían del equipo apropiado para neutralizar el extraño artefacto, la bomba terminó por explotar, cobrando las vidas de la señora y del patrullero que intentaba salvarla. Así de sencilla, brutal e incomprensible es la historia real que sirvió de punto de partida para el argumento de la película.





Inspirarse en hechos reales para escribir guiones cinematográficos no es una práctica inusual entre los cineastas colombianos. Películas recientes como Soñar no cuesta nada (Rodrigo Triana, 2006) o Los actores del conflicto (Lisandro Duque, 2008) —por no nombrar sino dos— han seguido ese camino. Sin embargo, PVC-1 es tan radical en su puesta en escena, tan austera en su utilización de recursos formales cinematográficos y tan implacable en su manera de representar la realidad colombiana, que parece venida de otro planeta. En esta cinta, el espectador no encontrará personajes caricaturescos, ni historias ligeras y triviales, ni un lenguaje audiovisual y unas actuaciones importados de la televisión, cosas a las que nos tienen acostumbrados películas como las nombradas anteriormente. PVC-1 es otra cosa.
La extrañeza que genera la película de Stathouloupolus comienza desde el título mismo. PVC-1 no es un título hermético ni misterioso sino una referencia fría, casi científica, al material del que está hecho el collar bomba, elemento “detonante” de los eventos narrados. Lo que intriga es la presencia del “1”. ¿Se trata de una referencia al hecho de que la película se compone de una sola secuencia? Esta interpretación es bastante plausible, sobre todo porque la forma misma del collar bomba concuerda perfectamente con la solución formal adoptada: el plano secuencia. Como este procedimiento cinematográfico, un collar es una forma continua, cerrada, en la cual los extremos se juntan sin unión aparente. Así, el respeto profundo por la continuidad de los eventos narrados, por su duración y por el espacio en que estos se desarrollan —algo que la película logra gracias a su utilización radical del plano secuencia— genera un interesante paralelismo con el aparatoso collar de PVC. El título de la cinta anuncia y refuerza la unidad que existe entre los eventos narrados, el collar como objeto central desencadenante de la trama y el plano secuencia como forma cinematográfica escogida para relatar la historia.
Desde esta perspectiva, el collar se convierte en el elemento principal de la película, no sólo desde un punto de vista narrativo sino también como motivo visual. Por eso, además del macabro artefacto de PVC que los delincuentes le ponen a Ofelia (Mérida Urquía), existe otro collar que ocupa un lugar central en la narración audiovisual: el rosario que la desafortunada mujer agarra —desprendiéndolo de la puerta donde permanece colgado habitualmente— para llevárselo como amuleto en su viaje en busca de ayuda. Este collar, cuyo fin es brindar a la protagonista una suerte de protección sobrenatural contra el mal, además de permitirle rezar el rosario de manera ordenada en medio de su horrible aventura, contrasta fuertemente con el collar de explosivos que amenaza con arrebatarle la vida en cualquier momento. Si el collar bomba constituye una manera cruel, inhumana e irracional de someter a esta inocente mujer; el rosario evidencia que la fe es el único recurso que le queda para intentar darle sentido a la situación ilógica y brutal en que se encuentra. Sin embargo, la fe representada por el rosario se ve amenazada constantemente por el sinsentido de una realidad violenta de la cual el collar bomba es la manifestación más delirante. Cada vez que del interior del tubo de PVC brota el sonido amenazante de una alarma, la cual le recuerda a Ofelia que su vida pende de un hilo, la protagonista pierde los estribos. La angustia de saber que su existencia ha entrado en una cuenta regresiva insoportable hace que la mujer se pregunte varias veces por qué Dios ha permitido que le ocurra algo así.
El viaje de Ofelia y su familia constituye un intento desesperado por encontrar una salida lógica al horror de la violencia irracional que los ha golpeado. Segundo a segundo, el espectador los acompaña en esta travesía que, por desgracia, sólo puede conducir hacia la muerte. Los protagonistas utilizan varios medios de transporte para atravesar un paisaje tropical exuberante: una suerte de representación en miniatura de la geografía colombiana. Finalmente, llegan al punto de encuentro convenido de antemano con las autoridades. Allí aparece el segundo personaje principal de la película: Hurtado (Alberto Somoza). Se trata de un policía de pueblo que debe actuar como agente antiexplosivos improvisado, sirviéndose de unas pocas herramientas que encuentra en su propio carro para tratar de neutralizar el artefacto explosivo. Si el diseño del collar bomba demuestra mucha creatividad de parte de los maleantes —creatividad utilizada con el único propósito de sembrar el terror—, la acción decidida de Hurtado para desactivarlo evidencia también una buena dosis de inventiva y una profunda entrega de parte del uniformado. El policía asume su labor con estoicismo y un gran sentido de la solidaridad. En el poco tiempo que comparten, nace entre Hurtado y Ofelia una amistad sincera que resalta la rectitud y la entereza de carácter de ambos. PVC-1 no sólo retrata el horror de la violencia que acosa a muchos colombianos sino también el heroísmo y la dignidad de un pueblo que se empeña en resistir a pesar de todo.




Este retrato complejo y matizado de la realidad colombiana es uno de los principales aportes de la película de Stathouloupolus al cine nacional. La elección del plano secuencia también es un gran acierto en este sentido. El famoso crítico francés André Bazin solía alabar el uso del plano secuencia porque creía que esta técnica reforzaba la impresión de realidad producida por el cine. Para él, el realismo era la vocación última del arte cinematográfico y todo desarrollo tecnológico en este campo debía tender a alcanzar dicho realismo. Según Bazin, la realidad se manifiesta al observador como un continuo perceptual, sin cortes ni fragmentación, y el cine debería buscar restituir al espectador esa sensación, esa continuidad de lo real. PVC-1 opta por una búsqueda extrema de realismo que nos obliga a mirar de frente nuestros problemas. A diferencia de cierto discurso de la violencia, dominante en el cine y en la televisión de nuestro país, que suele presentar la realidad de forma fragmentaria, inconexa y fuera de todo contexto socio-histórico; PVC-1 decide detenerse en un hecho real para hacernos compartir no sólo el evento sino el tiempo y el espacio de las víctimas. El espectador se convierte entonces en un testigo directo del horror y de la barbarie que desangran al país, pero también de la valentía y de la abnegación de aquellos que resisten, día a día, en el anonimato. PVC-1 es una película que busca, mediante la utilización de una forma radical como el plano secuencia, conferir algo de sentido a una realidad brutal, inhumana e ilógica.